Erase un día de invierno muy crudo, en un país donde la nieve abundaba y cubría los montes, tejados y carreteras. Unos erizos que sufrían el rigor de frío empezaron a tiritar. No sabían cómo resguardarse de tan bajas temperaturas hasta que fortuitamente descubrieron la solución. Era fácil, bastaba con acercarse uno al otro y apretujarse bien. Enseguida empezaban a entrar en calor.
Claro que esta actuación acarreaba inconvenientes. Cuanto más apretaban sus cuerpos, uno contra el otro, tanto más se herían por causa de los pinchazos que se propinaban con sus púas. Entonces decidían separarse, mientras lamentaban el percance. Pero arreciaba la nieve y el frio y los animalitos volvían a arracimarse. Así una y otra vez. Se acercaban y se distanciaban como si trataran de dibujar con sus cuerpos un lento y estudiado ballet geométrico.
La parábola, aunque con otras palabras, y con puercoespines en lugar de erizos, creo que la inventó Schopenhauer. Luego la comentó el descubridor del subconsciente, Siegmund Freud. La toma para ilustrar su propia tesis, a saber, que casi todas las relaciones afectivas íntimas de una cierta duración (matrimonio, amistad, amor paterno o filial), dejan un poso de sentimientos hostiles que se disimulan gracias al mecanismo de la represión.
Tendrá razón o no el llamado maestro de la sospecha. Lo cierto es que con frecuencia en las relaciones afectuosas, sobre todo en la pareja, se da el fenómeno de la ambivalencia. Alternan las muestras de amor con las de la crítica y la rivalidad. En ocasiones llegan al resentimiento e incluso al odio. Particularmente proceden así, en zig―zag, cuando las relaciones están inflamadas por la pasión.
No es tan raro que una pareja se bese, se acaricie, se haga promesas de amor eterno, en un primer momento. Y luego que discuta, se tire los trastos a la cabeza, se mantenga una temporada sin dirigirse la palabra y, en los casos más extremos, llegue incluso a tratar de eliminar físicamente uno al otro. Una conducta patética que tiene su toque de poesía.
Me interesa a mí la parábola para hacer caer en la cuenta de que las personas necesitan acercarse y, cuando están cerca, se ofenden y hieren como si se clavaran púas. Con lo cual se distancian despechados y rabiosos. Hasta que el frío de la soledad les lleva de nuevo a desandar el camino de la huida.
En efecto, el solitario no quiere compañía, no está por humillarse hasta el punto de mendigar el amor del prójimo. Pero, de vez en cuando, siente la pobreza de la soledad, le atormenta la aridez del corazón, necesita acariciar y ser acariciado. Entonces reduce las distancias e intenta tímidamente el contacto. Actúa como si encontrara al otro por puro azar, de otro modo tendría que reconocer su altivez malparada.
Pienso que la relación de afecto con el otro tiene mucho que ver con el ir y venir de los erizos. Nos acercamos en busca de calor y compañía. Nos herimos con las púas de la desconsideración, el egoísmo, la arrogancia. Nos separamos para vivir nuestra propia vida, para sacarnos la púa del corazón, a buen recaudo de miradas ajenas.
Entonces pueden pasar dos cosas. Primera que, como vaticinaba el poeta, junto con la espina nos arranquemos el corazón. Que nos endurezcamos irremediablemente, sin posibilidad de regresar al mundo del sentimiento. Segunda, que no logremos sacarnos la espina y volvamos a la manada para llenar este hueco de amor que inquieta y desasosiega.
Creo que esta parábola tan repleta de sentido puede enseñarnos la danza del ir y venir, del acercarse y distanciarse. Se trata de una danza que requiere de un gran sentido de la oportunidad, de mucha delicadeza y de una enorme capacidad de leer en el rostro del prójimo. Hay que avanzar y retroceder cuando es el momento. El humor es variable, las circunstancias cambian. La distancia afectiva entre dos individuos nunca es la misma.
Hay un momento para acercarse y otro para distanciarse. La caricia a destiempo puede ser tan poco grata como el pinchazo. Algunos momentos son para callar, respetar y mirar a otra parte. En cambio, la ausencia puede equivaler a una bofetada si las circunstancias demandan la mano amiga y el latido cercano del corazón.
Lo escuché casualmente de boca de un conocido: hay que estar lo suficientemente lejos para poder quererse. Quizás podría decirse con mayor finura: es preciso tener la delicadeza requerida para sintonizar con el ritmo del amigo. No abrumarle cuando necesita soledad, no defraudarle cuando necesita compañía.
Creo que la idea vale tanto para los amigos como para las parejas. El varón y la mujer experimentan una última soledad o identidad que el otro no tiene derecho a traspasar. El ser humano colinda con el misterio. El misterio se revela sólo amorosamente y por propia voluntad. La pretensión de desvelarlo a la fuerza equivale a una violación. Hay que ahorrarle al prójimo la sensación de que se le quiere violar con el mismo empeño con que se le alivia su soledad gracias a la mano tendida.
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