Pase el lector algunas páginas atrás de la historia
de su pueblo o su ciudad. El deseo general de la comunidad, al menos el deseo
explícito, apuntaba a llevar una vida honrada. Este era el mayor título de
orgullo. Cristalizaba en la tópica expresión: pobres, pero
honrados. Pues bien, en otro momento de la misma sociedad, resulta que el
dicho se escucha mucho menos.
Sí, los periódicos sacan el tema a relucir porque no
les queda otro remedio. La administración navega en la indecencia y la
corrupción prácticamente ha infectado el sistema. Ha pasado en nuestro país,
más vale reconocerlo. Los juicios contra los ladrones de cuello blanco se
suceden con una rapidez inusitada. Cada día la televisión anuncia nuevas
demandas y apunta a nuevos investigados. Y estoy convencido de que sólo
aparecen en escena los fraudes y las rapacidades de mayor categoría. Los
protagonistas de tan tristes actos no lo dicen, pero de seguro lo piensan:
delincuentes, pero ricos. Se les antoja que la pobreza es motivo de mayor
vergüenza.
¿Qué recóndito motivo o elemento determina que una
determinada sociedad en un período dado persiga la honradez y posteriormente se
sumerja en la podredumbre del latrocinio y prefieran muchos ejercer de
maleantes antes que constatar números rojos en sus cuentas bancarias?
La corrupción, un caldo de cultivo.
La codicia y la avidez encuentran un muy buen caldo
de cultivo en el humus de la corrupción de su entorno. Como en un medio séptico
proliferan las bacterias infectadas, de igual modo en un medio corrupto se
estimula el deseo del pillaje.
El caldo de cultivo de la corrupción hay que
cifrarlo, por ejemplo, en el mal ejemplo repetitivo, constante y escandaloso.
Cuando el ciudadano de a pie va adquiriendo la convicción de que los de arriba
y los de al lado se aprovechan cuanto pueden de las oportunidades al alcance de
la mano, mal anda la cosa. Hay que temer lo peor. Sin temeridad cabe aventurar que
las más íntimas convicciones de este ciudadano empezarán a tambalear.
Se preguntará por qué tiene que ser él el único
inocente entre tanto delincuente, pícaro y aprovechado. Objetará que no puede
desenvolverse en inferioridad de condiciones. El estímulo está dado. Sólo falta
la ocasión que es la que, como bien reza el dicho, hace al ladrón. O, al menos,
lo hace en un elevado tanto por ciento.
En tal situación los escrúpulos morales se
debilitan, quedan en segundo plano. Y empieza una interminable espiral. Con el
dinero va cambiando el modo de ser del ciudadano una vez honrado. Cambia su personalidad,
invierte los valores y tergiversa el sentido mismo de la vida. Entonces aparecen
a borbotones las excusas. La mía no es la mejor actitud, pero como todo el
mundo lo hace, como hay que sobrevivir en una sociedad hostil, como los demás
empujan sin miramientos... Siguen las excusas, se inventan coartadas y se
racionaliza el asunto. Uno tiene que defenderse y mirar por su propio bolsillo.
Una cosa es la teoría y otra la praxis. El negocio tiene sus propias dinámicas.
No se puede ser santo en este mundo hostil...
La espiral crece. Se desvinculan con desfachatez las
nociones de trabajo y riqueza. Se piensa poder vivir con refinada comodidad y
ostentación, con abundancia de dinero, sin contrapartida alguna. A quien
muestra una tal actitud no le preocupa trabajar para producir riqueza, ni
calcular cómo invertir el dinero o garantizar su conservación... Acaba como el
nuevo rico que gasta sin mesura y se muestra insolvente frente a los gastos que
ocasiona. Entonces no queda otra alternativa sino la corrupción.
Si el caldo de cultivo de una sociedad fuera la
honradez, difícilmente el corrupto tendría la desfachatez de presentarse en
público. Primero porque no es tan difícil identificarle. Cuando a una persona
no se le conocen grandes inversiones o negocios, cuando procede de una familia
pobre o media y de pronto pasa a ser un individuo derrochador, refinado y
ostentoso... hay que interrogarse. Hagan, si no, algunas sencillas operaciones
matemáticas. Observen si con sueldos reales, por muy abultados que sean, o con
negocios honestos, por muy saneados que luzcan, es posible acumular mansiones o
lujosos medios de transporte por tierra, mar y aire.
Atajar la corrupción.
Si la persona cuestionada resulta que tiene un cargo
en la administración pública o se desenvuelve en la esfera de la política,
entonces las sospechas se disparan de modo incontenible. Una sociedad
fuertemente institucionalizada, con mecanismos para supervisar las gestiones de
sus funcionarios, quizás pueda aminorar la dosis de corrupción hasta relegarla
a niveles no inquietantes.
O también lograría algo parecido una sociedad en la
que los medios de comunicación dispongan de recursos generosos que les permitan
fiscalizar a los funcionarios, dejarlos en evidencia si llega el caso y crear
una opinión pública capaz de inducirles a la renuncia.
De lo contrario, el futuro que se avizora no será
más radiante que el pasado ni que el presente. A no ser que se obligara a
seguir determinadas normas a rajatabla. La primera, que el funcionario tenga
que hacer declaración detallada de sus bienes antes de asumir el cargo y deba
demostrar luego cómo adquirió lo que supera el inventario. Aun así cabe hacer
trampas, claro está, pero también la ley podría tener iniciativas
complementarias que las redujesen a la mínima expresión.
Importa que el investigado tenga que demostrar la
procedencia de sus bienes. Al menos cuando de un funcionario público se trata.
Porque resulta obvio que este hombre público, al delinquir, se esmerará mucho
en no dejar rastro del delito. Y, como no hay que suponerle tonto, es muy
posible que consiga su propósito. De ahí que, en este caso, habría que presumir
que el hombre es culpable hasta tanto no explique cómo logró aumentar su
patrimonio.
Después de todo, los hombres públicos suelen proclamar su amor a la patria y su dedicación total al bien de la sociedad. No podrían molestarse al exigirles tales condiciones en el momento de jurar el cargo. Más aún, debieran reclamar tales requisitos, a fin de alejar la más mínima sospecha de su persona y dar fe de su honradez y transparencia.
Después de todo, los hombres públicos suelen proclamar su amor a la patria y su dedicación total al bien de la sociedad. No podrían molestarse al exigirles tales condiciones en el momento de jurar el cargo. Más aún, debieran reclamar tales requisitos, a fin de alejar la más mínima sospecha de su persona y dar fe de su honradez y transparencia.
En la empresa privada, a quien le sorprenden con las
manos en la masa se le inicia un expediente, se le castiga y despide. Pero en
la empresa pública tal parece que el delito es un título de gloria. En todo
caso, se tiende a ser demasiado benevolente con el dolo, el tráfico de
influencias, la prevaricación o el robo sin más.
Quizás así el afán por el dinero fácil, la creencia
de que la riqueza se debe a un azar o a la habilidad huérfana de escrúpulos,
menguaría un tanto. Tan digno es el bienestar que produce el trabajo honrado y
provechoso a la sociedad, como indigna la riqueza indebida. Tal vez entonces,
con algunos de estos principios y medidas, se mantendría a raya el clima de
corrupción, se alejaría este virus infecto que nos invade por los cuatro
costados.
No hay que esperar mucho de la proclamación de los
valores morales, pues es verdad, en buena parte, aquello de que la ocasión hace
al ladrón. Pero su proclamación, completada con medidas administrativas y
jurídicas, con castigos públicos y ejemplares, es posible que mejoren el
comportamiento del ciudadano. Porque el corrupto es un cáncer que estimula la
metástasis en el cuerpo social. Y priva de unos recursos muy necesarios al
conjunto de la población, ya suficientemente deprimida.
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