¿Qué
preciados elementos contendrá la paradoja que le da sabor a los más íntimos
contenidos de la fe, de la moral y de la teología? La paradoja, esa expresión
contrastante por definición y, las más de las veces, sorpresiva. Los genios
suelen ser paradójicos en el sentido de que nos desconciertan frecuentemente. A
los intelectuales también se les puede atribuir el adjetivo por cuanto suelen confrontan
las diversas perspectivas del objeto que analizan y ponen de manifiesto las
contradicciones de las mismas.
Tal parece
que también Dios es paradójico. Se hallan huellas de su obra en las grandiosas
y majestuosas realizaciones de la naturaleza. Los astros, las galaxias, la
infinitud del espacio... No menos se rastrea su presencia en las más diminutas
realidades: el pétalo de la flor, el átomo... El torbellino, el trueno y el mar
saben de Él. Los delicados sentimientos de ternura ante el ser amado y el
recién nacido desvalido le evocan igualmente.
Las múltiples paradojas del cristianismo
No hay que
extrañar, pues, que el cristianismo entero sea una paradoja sostenida.
Empezando por el hecho de que Dios se hace carne, de que el Inefable se
visibiliza en el rostro de un niño y de que el Creador de cielos y tierra llama
a la puerta para cenar con quien se digne abrirle, como se lee en el
Apocalipsis.
Jesús
proclama bienaven-turados a los mansos y a los humildes. Son dichosos los que
lloran. Hay que gozarse íntimamente cuando sobreviene la persecución. Veinte
siglos tratando de descifrar cómo sea ello posible y todavía no tenemos la
respuesta precisa. Intuimos que debe ser así. Los que han llegado más cerca de
estas realizaciones, aseguran que es verdad. Aconsejan la acción decidida, arriesgada
y confiada. Lo demás —dicen— vendrá por añadidura.
Resulta que el evangelio es buena noticia. Lo es siempre. Buena y nueva noticia. Huelga decir que, si es noticia, es nueva. Mal puede llamarse noticioso a lo que es viejo y sabido por todo el mundo. Dios es siempre nuevo, siempre lo hallamos delante de nosotros. Es el Señor de la promesa y el Soberano del futuro. Responde en mayor medida a la verdad imaginarlo así que como el viejecito de largas y blancas barbas, rezagado en los inicios del tiempo y de la eternidad. Y perdonen los lectores la contradicción que implica referirse al inicio de la eternidad.
¿Qué tendrá
de inefable la paradoja que, en labios de Jesús, quien pierde la vida la gana?
¿Cómo es posible tener que morir para dar mucho fruto? Lo es, con la misma
posibilidad de que ya tenemos la salvación en las manos, somos hijos de Dios,
pero todavía no, hay que esperar a la consumación. Ya, pero todavía no es uno de los slogans más escuchados por los estudiantes
de teología.
Se inicia
el año y decimos que tenemos un año más. Aunque también resulta que tenemos un
año menos. Pero la paradoja se exaspera cuando, a los ojos de la fe, la pérdida
irreparable de los 365 días que quedaron detrás de nosotros, nos acercan a la
vida sin fin, a la definitiva meta
esperada y suspirada.
Más paradojas todavía
Para el
común de los mortales está claro que el bocado que yo me como no puede
comérselo mi vecino. Para la fe se da el caso que lo que yo llevo a cabo lo
hace, simultáneamente, Dios mismo. Dios
hace haciendo que nosotros hagamos. Para que aprendan a ser menos simplistas los
que afirman —sin paradoja alguna— que ya Dios se ocupará de sus necesidades. Mientras
tanto, aderezan los bártulos requeridos para la siesta. Escúchenlo igualmente
quienes remiten a la Providencia una y otra vez, olvidando que la providencia
actúa gracias al cerebro y los brazos que nos ha proporcionado previamente.
Lo que más
anhela el cristiano es unirse al Amor con mayúsculas. Lo que no obsta para que
deba vivir su muy singular y personal vida. El creyente reparte sus deseos y
anhelos entre el ser uno con el amado y ser lo que debe ser en cuanto persona
individual. Su modelo máximo es el Dios Trinitario: la unidad en la trinidad.
Por si fueran pocas las paradojas recogidas hasta el momento.
La más
grande de todas las paradojas no es, de todos modos, aquello de que es preciso
amar a los que nos odian ni de que a los muertos toca enterrar a sus muertos.
No. La mayor de todas es contemplar al Señor de la vida crucificado y pagando
su tributo a la muerte. ¿No podría suceder, con tales precedentes, que hubiera
alguna paradoja oculta en la riqueza, en el poder, en los títulos y en la
belleza? ¿Y si la riqueza no estuviera en el dinero, ni la grandeza en el
poder, ni la sabiduría en los títulos, ni la belleza en las facciones del
rostro? Habrá que pensarlo en serio.
Puede ser
que nos desvíe del camino correcto el exceso de racionalidad. Hay que ir con la
razón a todas partes, sí, pero sabiendo que por la razón no llegaremos a todas
partes. Ya Pascal —gran amigo de la paradoja, por cierto— dijo que existen
razones que la razón desconoce. Son las razones del corazón.
Crea el
lector que el asunto de las paradojas es más serio de lo que parece a primera
vista. Y no diga que no entiende nada de cuanto acaba de leer. Porque le
responderé, abusando una vez más de su paciencia, con la frase de Saint-Exupéry:
lo esencial no alcanzan a verlo los ojos.
Sólo se percibe con el corazón.
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