¿Hay algo más saludable que sonreírse a tiempo y con
cariño de los aspavientos del prójimo? ¿No es refrescante y oxigenador
sorprenderse a sí mismo y en plan humorístico, poniendo el índice sobre la boca
a los impulsos interiores que exigen más consideraciones y más honores de
quienes nos rodean? A estas metas tiene acceso la madurez.
Pero exactamente... ¿en qué consiste? Porque los
grandes conceptos con frecuencia evocan sin definir. Y, de tanto usarlos, la
gente no se molesta en escudriñar lo que trajinan sobre el lomo. ¿Hay criterios
más o menos precisos que permitan hablar de la madurez?
Equilibrar
la autoestima, la razón y la afectividad
Ante todo, urge combinar con exactitud el valor de
uno mismo, su autoestima, con sus deficiencias y limitaciones inevitables. Sin
un mínimo de confianza básica en la vida, se hace difícil afrontar las
dificultades y contratiempos cotidianos. Pero una cosa es el yo real y otra el
yo ideal. Sólo los narcisistas o los adolescentes fantasean acerca de la imagen
de su propio yo y luego la confunden con su real ser y quehacer. Cuando la
megalomanía se impone, el individuo se muestra incapaz de gozar con las
pequeñas cosas de la vida. Es víctima de un desasosiego que le conduce al
desánimo y a la queja pertinaz.
A medida que la persona crece tiene que aprender a
tomar posturas ante la vida. No es suficiente con vivir de modelos abstractos:
causas cautivadoras, valores puros, ideales trascendentes... No. Es preciso
saber qué es lo mejor en un momento dado. Arriesgarse y escogerlo. Aunque la
decisión, mirada desde el otro costado, siempre supone una mutilación...
Una personalidad madura logra balancear el corazón y
el cerebro, la afectividad y la razón. La razón busca la luz y muchas veces la
consigue. Entonces accede a la objetividad, a la visión de conjunto, a los
términos del problema. Ahora bien, la razón tiene su rol, pero el verdadero
motor de la vida es el corazón. Y desde Pascal queda dicho que el corazón tiene
razones que la razón desconoce.
El hombre maduro sabe que algunas de sus acciones no
se sostienen desde la pura lógica, pero que es preciso seguir haciéndolas. A
veces cierra un ojo y mira a otro lado porque es consciente de que la
intransigencia abre heridas y envenena la convivencia. Pero también sabe que
hay una línea crítica que no puede traspasar, a no ser que renuncie a todo lo
que es y ha construido.
Vivir
sin caretas
No ha llegado a un mínimo aceptable de madurez el
que tiene que estar ocultando permanentemente cuanto siente o piensa, sus
proyectos o sus miserias. Porque, en tal caso, demuestra no andar en orden
consigo mismo. Se halla embrollado, desdoblado. Sin embargo, no se piense que
es fácil alcanzar esta meta. Los golpes recibidos y las frustraciones
experimentadas enseñan a calcular los riesgos. Advierten de que no hay que
exponerse demasiado. Uno guarda en la punta de los labios aquello de que más
vale prevenir que curar y que en boca cerrada no entran moscas.
No obstante, quien se repliega, se amarga y
desconfía, no irá muy lejos. Y habrá renunciado a su libertad interior. Será
esclavo de lo que otros dicen o piensan. Vivirá espiando futuros golpes que, en
realidad, quizás nunca lleguen. La persona inmadura da la sensación de que está
desquiciada: lo que muestra hacia fuera no se corresponde con lo que realmente
vive por dentro. Será el miedo la causa, o tal vez una imagen distorsionada de
sí mismo o, quien sabe, una actitud que ha cristalizado en la mentira
existencial.
La sexualidad
en su lugar
¿Y qué sucede a la persona madura en cuanto a su
autoafirmación y sexualidad? No se culpabiliza de sus sentimientos de orgullo
ni de sus apetencias sexuales. Los siente él, pero es la naturaleza a la que
pertenece quien le transmite tales impulsos.
Sabe, además que la persona y la relación interpersonal, al final, valen
mucho más que la satisfacción de sus necesidades. Y que el mero roce de la piel
acaba produciendo una gran dosis de aburrimiento. Otorga a la amistad y la
ternura mayor valor que a la relación genital, aunque no huye de ésta ni la
minusvalora. La coloca en su justo lugar.
Al varón y a la mujer llegados a un cierto grado de
madurez les encanta seguir en la lucha, disfrutar de lo que han ido creando y
ganando con su esfuerzo. Pero sin avidez, sin que el éxito ajeno coloque sombra
alguna en sus vidas. Si llega el caso, hasta están decididos a dar una mano a
la competencia. Sobre todo, para empujar causas hermosas.
El ser humano maduro sabe responder acerca de las
grandes constantes de su vida. Explica, sin mayores dificultades, cómo el
pasado ha influido en su presente y la eventual dirección que tomará el mañana.
Muy al contrario de quienes no saben sino describir anécdotas y sucesos
deslabazados al contar su propio vivir, la persona madura ha percibido la
unidad de su existencia, le ha tomado el pulso a las diversas dimensiones del
tiempo: pasado, presente y futuro. Aprecia incluso las experiencias negativas
porque en algún momento ha podido sacar lecciones positivas de ellas.
La madurez es un itinerario en el que se hace camino
al andar. Sirve, entre otras cosas, para ahuyentar dosis excesivas de bilis y
úlceras de estómago innecesarias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario