La polémica acerca de si es conveniente o no estudiar
religión en la escuela parece no tener fin. Se suceden las leyes, se atiza el
fuego, se recogen argumentos de todas clases y colores. Un ejército de
analistas, editorialistas y panelistas opinan sobre el particular. Nos agobian
con sus dictámenes y juicios categóricos.
También quiero colaborar con mi granito de arena. El tema
se columpia, de vez en cuando, sobre la ola de la actualidad y no deja de ser
tentador dejar constancia de la propia opinión. Después de todo, uno de los
propósitos de este blog consiste en clarificar los pensamientos de quien
escribe, explicitándolos y ordenándolos a través de la escritura. Porque lo que
no se expresa con frecuencia permanece en una nube gaseosa que no se deja aferrar
cuando las circunstancias lo precisan.
Distinguir para aclarar
A lo largo de muchos años me he ido convenciendo de que
es del todo necesario distinguir entre educación de la fe y cultura religiosa. La
fe hay que cuidarla en la familia y la comunidad religiosa, llámese parroquia o
cualquier otra entidad o confesión del signo que sea. Luego está la enseñanza
religiosa de carácter cultural que tiene que ver, por ejemplo, con la historia
de las religiones, al papel de la Biblia en la literatura, la función de la
Iglesia en las costumbres sociales, etc.
Estos temas hay que abordarlos en igualdad de
oportunidades con los demás conocimientos típicos de la escuela y la
Universidad. Se trata de cuestiones que han permeado la cultura occidental y
han movido a muchos seres humanos a adoptar determinadas actitudes, a veces
heroicas, como es el caso de los mártires. Nos las tenemos que ver con hechos
que han dejado una profunda huella en la historia. ¿Quién ha influido más que
Jesucristo en nuestro mundo? Si se le destierra de los conocimientos propios de
la cultura general el educando se moverá en un terreno falso y manipulado, no
logrará captar el significado de muchos símbolos, pinturas, libros, etc.
Cualquier religión o confesión que haya ocasionado cambios
en la mente de los hombres y condicionado el curso de la historia merece ser
tenida en cuenta.
Con el paso de los años me he reafirmado en la distinción
entre catequesis y cultura religiosa. El estudio de la catequesis en el ámbito
escolar más bien resulta contraproducente. Es suficiente comprobar cómo las
hornadas de los estudiantes —finalizados los años de la escuela— arrinconan
todo cuanto desprende un vago efluvio religioso. Con el inicio de la
universidad cambia el ambiente y a no tardar suelen derrumbarse los débiles
cimientos de la fe.
No es ningún secreto que numerosos profesores de religión
se las ven canutas a la hora de conseguir la imprescindible atención por parte
de los alumnos. Entonces no raramente planean una estrategia para alcanzar —casi
uno está tentado de decir “mendigar”— el interés de los adolescentes o jóvenes.
Y cambian furtivamente el programa. Donde la guía didáctica se refiere a los sacramentos
se habla de la amistad. Cuando toca estudiar la Biblia se plantea el tema del
aborto. En lugar de los actos litúrgicos se propone la fraternidad entre los
pueblos. En otras palabras, arrastran vergonzantemente por las aulas el
programa relativo a la religión/catequesis. ¿Entonces?
Dios está a otro nivel
Duele que se ponga a la altura de los quebrados al Dios
Padre de Jesús. Se pretende fijarlo junto a la geografía del país y las
fórmulas físicas a memorizar. Uno se pregunta si es que Dios tiene tan baja
autoestima que compite por conseguir un puesto en la pizarra.
Este Dios impuesto lo asocio, y no sé exactamente por
qué, a algunos personajes tétricos y siniestros que han salpicado los últimos capítulos
de la historia global. Un Pinochet y un Videla de misa y comunión diaria... un
Bush y un Aznar que deciden, con la mayor frivolidad y el menor escrúpulo, bombardear
un país y provocar muertos por miles.
Lo asocio al dios en minúscula, venerado por ciertos
capitalistas exaltados, que compensan su voracidad, sus fraudes, sus sueldos
blindados y su jubilación escandalosa con algún momento de oración o lo que
ellos entienden por tal.
En ese dios nadie puede creer honradamente. Porque es el
mismo que mueve los músculos de algunos eclesiásticos endureciéndoles el rostro
mientras miran aviesamente a su alrededor. Imposible creer en el dios que
permite el insulto y discrimina según el color de la piel. Un dios así no es
digno de crédito.
En cambio yo me siento seducido por la grandeza del Dios
que inspiró los pinceles del Greco, los
éxtasis de Sta. Teresa, la estética de Claudel, la búsqueda científica de
Teilhard de Chardin. Estos personajes de primer rango tienen algo que decir a
los niños y jóvenes que frecuentan las aulas, por más que no les hablen de
misas ni rosarios.
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