Quien vive cerca de la frontera conoce muy bien su convencionalismo. La frontera no es más que una línea imaginaria. El paisaje, las aves y el clima, la ignoran plenamente. Pero el habitante en el entorno conoce también sus reales condicionamientos. Las gentes de la región están habituadas a los guardias y a los trámites burocráticos. Saben que los de la otra parte son distintos, que obedecen a otras leyes y costumbres.
La frontera une y separa a la vez
Lo paradójico de una frontera es que une: un país con otro, una región con la colindante. Y a la vez separa: la región X pasa a ser distinta de la región Y. De manera que la frontera se erige en un símbolo lleno de densidad. Desconocer la frontera empobrece: olvida que los hombres no son iguales. Marcar en exceso la línea fronteriza endurece las posiciones y convierte al prójimo en extraño y extranjero.
Hay que saber vivir con garbo y elegancia la línea fronteriza entre Iglesia y sociedad secular. No hay que renunciar a la pasión por Dios ni a la pasión por el mundo. El talante católico, obligado por sus mismas raíces semánticas, apunta hacia la apertura y la totalidad. No es que desconozca las fronteras, sino que las ve como cauces favorables a la intercomunicación.
Ahora bien, quien mejor ejercerá el papel de puente entre ambas partes de la frontera será quién sepa colocar una pierna en cada lado. Es decir, quien comulgue con los mejores ideales que mueven a la Iglesia y, a la vez, se considere hombre de su tiempo, hermanado con los progresos y ambigüedades de nuestra sociedad.
Resulta incómoda la vida en la frontera. Por eso muchos hacen de ella una barrera, una verja que les proteja su identidad. Ven amenazas y peligros en todo signo de apertura. Recelan de quien observan estrechando las manos. No están bien cimentados en ambas partes. Les sobreviene una especie de xenofobia religiosa, de miedo a lo que no les resulta conocido y familiar.
Construir puentes y no muros
En el fondo les afecta el síndrome de la seguridad institucional. Señalan como enemigos, disidentes y traidores a quienes tratan de levantar puentes. Ellos interpretan que se está facilitando el asalto al enemigo. Este síndrome siempre es de lamentar, pero más aún cuando se convierte en estratagema compensatorio. Es decir cuando se anatematiza al prójimo para tener la sensación de que yo no soy como él. Y, por tanto, puedo gozarme en mi buena conciencia.
Si el lector permite alargar un poco más todavía la metáfora de la frontera diría que las oportunidades de comunicarse y pasar de un lado a otro en la práctica son mayores de las que prevé la burocracia oficial. Es sabido que no siempre se transita por el lugar legítimamente reconocido. En ocasiones hay que abrir senderos nuevos para intercambiar la buena mercancía, proceso que beneficiará a los habitantes de ambos lados. Pero ello es visto con malos ojos por los centinelas. De ahí que un tal comportamiento tenga sus riesgos.
Al creyente de frontera le tocará, de vez en cuando, hablar de modo extraño para el mundo eclesiástico, así como dejar oir palabras que se le antojarán disonantes a la sociedad secular. En uno de los ámbitos tendrá que introducir un poquito más de libertad y espontaneidad. En el otro se verá obligado a disminuir el clima de frivolidad que se adueña de la población.
Una cosa es cierta. Aquellos a quienes les ha tocado vivir en el terreno difícil de la frontera merecen reconocimiento y afecto. Necesitan solidaridad para saberse acompañados. De lo que menos que requieren es de recelos, críticas o condenas.
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