No raramente
se escucha que uno profesa tal religión, que la ha cambiado, que no tiene
ninguna… Como si ello equivaliera a tener una filiación política, pertenecer a
un partido, o a un club. En tal caso la religión resultaría un caparazón
externo que el ser humano se viste, se quita o deja de poner. Sería religioso porque nació en tal país o
porque recibió determinada educación o porque un vecino le convenció o porque
gozaría de una sensibilidad especial en este campo.
Sin embargo la
religión nada tiene que ver con la cosmética que uno se aplica o no. La persona
es un ser religioso —prescindamos ahora de qué religión— por naturaleza, aunque
no es éste el lugar para desarrollar la afirmación. Desde su nacimiento el
individuo es empujado por un resorte misterioso que le conduce más allá de sí
mismo. Somos excéntricos en el sentido de que no tenemos el centro en nosotros
mismos, sino que giramos alrededor de Otro. No nos conformamos con lo que
llevamos entre manos, nos sentimos insatisfechos, nos interrogamos y vamos
detrás de un sentido definitivo para las cosas y para nosotros mismos.
El hecho es
que la relación entre fe/religión y cultura es un tema complejo. Por una parte
la persona nace con una raíz religiosa, aunque puede que ésta no llegue a
florecer. La cultura, por otra parte, juega un papel decisivo en este
florecimiento dado que marca a la colectividad y a cada persona que forma parte
de ella. Se da una relación permanente y profunda entre fe y cultura. Basta con
echar un vistazo a las costumbres, los refranes, las festividades, las
edificaciones, el arte, para convencerse de ello.
En nuestros
días la mencionada relación se complejiza por cuanto ha surgido una pluralidad
de religiones —o su negación— en la sociedad occidental. Y, por si fuera poco,
también la cultura ha dejado de ser unidimensional. Múltiples son las formas
culturales que encauzan el pensar y actuar de los individuos. También el pensar
y actuar acerca de lo religioso.
Fe y cultura
caminan entrelazados. La experiencia religiosa no tiene otro modo de expresarse
que en el interior del marco cultural en el que acontece. Por su parte la
dimensión religiosa no puede prescindir de la cultura. Los intentos hechos en
esta dirección no tienen ninguna garantía de éxito. El ateísmo oficial de lo que
fue la Unión Soviética ha dejado nuevamente paso a la expresión y a la
experiencia religiosa, por poner un ejemplo. La manera de vivir la fe está
condicionada por la cultura ambiental. La cultura ambiental no deja de recibir
el influjo de las expresiones religiosas.
Nada más
natural que así suceda, pues la persona religiosa pertenece necesariamente a
una cultura. Y la cultura se edifica gracias a una multiplicidad de
aportaciones gastronómicas, literarias, institucionales, musicales, religiosas…
Esta idea la expresaba Juan Pablo II cuando decía que «una fe que no se hace
cultura es una fe no plenamente acogida, no enteramente pensada y fielmente
vivida» (Discurso fundacional del Consejo pontificio para la cultura, 1982).
Hacia una
definición
Hoy día el
hecho cultural ha adquirido un relieve indiscutible. Es objeto de investigación
y aparece de modo transversal en numerosos campos. La Iglesia también se ha
pronunciado en diversos documentos y congresos. Claro está que el término no
tiene que ver sólo con el nivel intelectual, la erudición o el «saber estar»,
sino que cabría definirlo así: «el conjunto complejo que comprende el saber,
las creencias, el arte, la ética, las leyes, las costumbres y cualquier otra
aptitud o hábito adquirido por el hombre como miembro de la sociedad.» (E.B.
Tylor). Esta definición es más que centenaria, pero hoy día se ha impuesto de
modo generalizado.
La cultura es todo el ambiente humanizado por un grupo; es su manera de comprender el mundo, de percibir al hombre y su destino, de trabajar, de divertirse, de expresarse por medio de las artes, de transformar la naturaleza por medio de las técnicas y los inventos. La cultura es el producto del genio del hombre, entendido en su sentido más amplio: es la matriz psicosocial que se crea, consciente o inconscientemente, una colectividad; es su marco de interpretación de la vida y del universo; es su representación propia del pasado y su proyecto de futuro, sus instituciones y sus creaciones típicas, sus costumbres y sus creencias, sus actitudes y sus comportamientos característicos, su manera original de comunicarse, de producir y de intercambiar sus bienes, de celebrar, de crear obras que revelen su alma y sus valores últimos […] La cultura es la mentalidad típica que adquiere todo individuo que se identifica con una colectividad; es el patrimonio humano transmitido de generación en generación (H. Carrier, Diccionario de la cultura. Estella: Verbo Divino, 1994, 150-161).
La
inculturación de la fe
En nuestros
días, en el contexto en que nos movemos, es indudable que la secularización ha
hecho mella. Se ha incrementado la distancia entre el quehacer cristiano y la
cultura del entorno. De ahí la importancia de impregnar de sentido cristiano
las realidades culturales. Una fe impermeable a la cultura no llega a
desarrollarse en plenitud.
También
precisa decir que el diálogo entre fe y cultura no siempre desemboca en un
mutuo acuerdo. La fe debe tomar distancias, en ocasiones, a la hora de juzgar
la bondad o maldad de la cultura ambiental. No puede decir que sí a todo. No
raramente tendrá que negarse a aceptar determinadas realidades y, en cambio,
proponer criterios y juicios de muy distinto signo de los que halla en su
entorno. De lo contrario la fe se tornaría acomodaticia, perdería su identidad
y, a la postre, dejaría de ser una fuerza útil para el mejoramiento de la
cultura.
Los cristianos
contribuirán a conformar una cultura más valiosa si, por una parte, valoran los
esfuerzos de quienes tratan de que la vida se torne más humana. Pero también
sus aportaciones deben ser críticas. No pueden justificar cualquier decisión o
realidad simplemente porque resulta mayoritariamente aceptada. A los cristianos
corresponde estimular el sentido ético y la responsabilidad ante los pobres,
así como favorecer el bien común. Finalmente deberán testimoniar la fe y, como
exhorta el Nuevo Testamento, dar razón de la esperanza, de manera que la hagan
inteligible a quienes viven a su alrededor.
En tiempos de
crisis, en contextos de fuerte pluralismo cultural, la fe tiene el derecho y la
obligación de estimular y desarrollar su potencial humanista. La fe cristiana
está capacitada para influir en la cultura del entorno a fin de que sea cada
vez más altruista y no se cierre a la trascendencia.
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