Una de las paradojas —maravilla a la vez— de esta institución milenaria que es la Iglesia
radica en que bajo su manto se cobijan personas con talantes muy diversos. En
ocasiones se diría que opuestos. Exitosos empresarios tienen su nombre anotado
en los mismos archivos que las humildes monjas de clausura. A unos no les
tiembla el pulso arriesgando en la bolsa, mientras las otras prefieren cantarle
salmos al Señor tras gruesos muros de hormigón.
Bajo la techumbre de esta Iglesia
variopinta y plural viven personas de ideas humanistas y progresistas, pero
también seres humanos un tanto enfermizos, petrificados en el pasado. Nada
desean tanto como escuchar lo que tienen que hacer —claro, explícito y
mensurable— para asegurarse un rincón en el celestial paraíso.
Del seno fecundo de la Madre Iglesia,
tan centenaria ella, han surgido personalidades desbordantes, cautivantes y
comprometidas. Tales como S. Francisco de Asís, S. Agustín, Juan XXIII, Oscar
Romero. Sin embargo, también se remiten a la Iglesia personas altaneras,
pendencieras, prepotentes y trepadoras. Los libros de historia de ayer y de hoy
garantizan la verdad de la afirmación.
En la Iglesia ha habido vírgenes y
ascetas, mártires y monjes, sencillas madres de familia, jóvenes de ideales
ardientes, religiosas que han envejecido junto al lecho del enfermo o se
marcharon a vacunar a niños famélicos en el corazón de África. Y, por supuesto,
se han dado innumerables casos de individuos mediocres, sacerdotes apegados al
dinero, obispos con criterios mundanos, religiosos con horizontes mezquinos.
El Espíritu es quien capacita a la
Iglesia para tan amplio abrazo. De Él se dice que es calor para el corazón
helado, que flexibiliza al intolerante, que rebosa ternura, que acoge a la
diversidad de los fieles sin comprometer la unidad de la fe. En la festividad
de Pentecostés los creyentes celebran el ser y el quehacer del Espíritu. Se
trata de una fiesta entrañable para los que saben sumergirse en lo más profundo
de sí mismos, donde precisamente El establece su habitáculo.
El Espíritu se resiste a ser aprisionado
en unos artículos del código de derecho canónico. Se le dibuja como paloma que
surca los aires en libertad. Su metáfora es la brisa inasible, el fuego de
imprevisible flamear. El espíritu se experimenta, pero no se ve ni se toca,
nadie sabe de donde viene ni a donde va.
El Espíritu favorece aquello que en la
Iglesia es movilidad y carisma, tolerancia y diversidad. Y es que la vida
necesita, sí, unas estructuras y una estabilidad. Pero requiere también la
terapia adecuada para ahuyentar la rutina y evitar la esclerosis.
Hay quien ha contrapuesto la Iglesia de
la estructura a la del carisma, la de la norma a la de la profecía. A ambas les
asiste todo el derecho de ciudadanía en el Pueblo de Dios. Aunque inevitablemente
en algún que otro momento se genera la tensión. Las ideas que proceden de la
cumbre no siempre coinciden con las de los líderes más carismáticos y de mayor
autoridad moral. Es comprensible que quien detenta las riendas del poder
prefiera los esquemas conocidos y los programas previstos. La novedad suele
provocarle recelo y nerviosismo.
Unidad en la diversidad es uno de los
frutos tradicionalmente atribuidos al Espíritu. Por eso nadie debiera pretender
que los creyentes lleven el mismo corte de pelo, usen vestimenta confeccionada
según un mismo patrón y traten de que sus circunvoluciones cerebrales tengan
idéntico diseño. Son metáforas, claro está, pero que apuntan a precisas
realidades.
Apagaría el Espíritu —a lo cual se
oponía S. Pablo— quien pretendiera que las voces ajenas sonaran como un eco de
la propia. La Paloma en mayúscula no se deja atrapar ni siquiera en jaula de
oro. El día en que algo así sucediera habría que solicitar permiso para hacer
la experiencia de Dios. Padeceríamos un intenso frío que acabaría congelándonos
los huesos. Las bienaventuranzas serían substituidas por las reverencias. En
suma, sobrevendría el eclipse del Espíritu y las cosas adquirirían el color
gris y anodino de la uniformidad.
4 comentarios:
Muy bien expresado. La Iglesia refleja la diversidad del mundo. Mundo donde hay ateos santos o cristianos santos y viceversa. De lo leído estar o no estar dentro de la Iglesia hace poca diferencia...el Espiritu de Dios no esta aprisionado como bien dices y se manifiesta donde quiera. Lo triste para mi es que el testimonio de Cristo mueva más dentro que fuera. ...
Muy bien expresado. La Iglesia refleja la diversidad del mundo. Mundo donde hay ateos santos o cristianos santos y viceversa. De lo leído estar o no estar dentro de la Iglesia hace poca diferencia...el Espiritu de Dios no esta aprisionado como bien dices y se manifiesta donde quiera. Lo triste para mi es que el testimonio de Cristo mueva más dentro que fuera. ...
Releyendo el texto en la distancia del tiempo aprecio que es un valor que diferentes personas con itinerarios muy diversos puedan cobijarse dentro de la misma Iglesia. Pero no destaco lo suficiente que llega un momento en que el rumbo que uno sigue se aparta tanto de Jeús que hasta puede llegar a ser un mal testimonio que se acoja a la Iglesia, que siga llamándose cristiano. Me faltó subrayar este aspecto. No cabe en el regazo de la Iglesia quien hace sufrir y no se arrepiente, quien defrauda al obrero por sistema, quien actúa de modo prepotente.
Por otra parte me desconciertan algunas personas que critican con saña a la Iglesia, pero luego se ufanan de haber trabajado por ella o siguen acercándose a ella como si las críticas se hubieran desvanecido y nada hubiera que decir. ¿:::???
estoy de acuerdo que algunos que se llaman cristianos, si no practican el amor fraterno, pueden ser un mal testimonio al considerase que ellos tmbien son Iglesia. En realidad forman prte de ella? Yo tengo mis dudas, aunque quiero creer que la Misericordia de Dios és muy grande y todos, incluso los que faltan gravemente a la caridad, són acogidos bajo las alas de l'Amor de Dios, pero no sé si es lo mismo ser acogidos por el Amor de Dios, que formar parte e la Iglesia y poderese autodefinirse como cristianos.
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