El Santuario de Lluc, donde reside el autor.

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domingo, 23 de septiembre de 2018

La represión no es la solución


Informan periódicamente los medios que un adolescente se apodera de una pistola —puede que incluso una escopeta o un rifle— y mata a su profesor o a unos cuantos alumnos. En ocasiones, incluso a sus padres. Sucede con más frecuencia de la que sería de desear y particularmente en USA. Acontece, además, que la excepcionalidad del hecho multiplica las imágenes y los comentarios hasta el punto de que la próxima vez ya resulta menos insólito.  

Reparto de culpas
Vienen los analistas, los pensadores o los filósofos y miran el acontecimiento al trasluz. Empiezan a repartir culpas. Que si la agresividad del medio ambiente, que si la abundancia de las armas, que si la televisión, que si la ausencia de los padres, etc.
Claro que tales datos influyen en innumerables tragedias de muerte y violencia. Merece todos los parabienes organizar una campaña y eliminar todas las pistolas que circulan sin motivos sólidos. Al fin y al cabo, dice la estadística, cuantos más artefactos hay a mano, por los motivos que sea, más se usan. Con el resultado que es de suponer.
¿Y si los medios de comunicación recurrieran menos a la violencia y rebajasen las cifras de muertos en películas, noticieros y telenovelas? Porque horroriza la cantidad de muertos y disparos mortales que un adolescente atrapa diariamente en su retina.
Cuanto menos los medios estimulen el pensamiento de los potencialmente agresivos, mucho mejor. Sin embargo, sospecho que la solución última hay que buscarla en estratos más profundos. El mero quitar instrumentos y limitar opciones para que la gente no cometa delitos no me convence. En todo caso, aplaza el problema, pero no lo resuelve.
No es saludable la solución adoptada por todas las dictaduras y todos los dictadores que en el mundo han sido. ¿Los jóvenes acosan a las muchachas en las aulas? Pues vamos a separar los sexos de nuevo. ¿Existen productores, vendedores y consumidores de droga? ¡A la cárcel con ellos! ¿Hay quien dice cosas incómodas para el gobernante? Pues se le destituye o incluso —si molesta más de la cuenta— se le hace desaparecer. ¿Los adolescentes buscan pornografía en Internet? Pues a impedirlo con un programa cibernético y a ponerle multa a quien la haga circular. ¿Hay quien osa disparar el arma y matar a un ser humano? La condena a la pena capital es la solución.

Con esta dinámica se logrará que las ciudades se parezcan a cementerios o cárceles. Es posible que haya menos delincuentes, pero habrán aumentado los guardias, los aduaneros, los carceleros y los dictadores en progresión geométrica. Habrán desaparecido todos los productos peligrosos y los que podrían ser potencialmente arriesgados.
Alguna de estas pretendidas soluciones quizás sea de ayuda en algún momento o circunstancia. Pero hay que buscar otras respuestas más lógicas, creativas y humanas. Es preciso apuntar a la formación del ser humano, a hacerle comprender que la violencia es inútil y perniciosa, que la pornografía habita en la antípoda del amor, que cuando se condena a la pena capital, la espiral de muerte corre al galope.
La frivolidad de juzgar a bote pronto
Además, es demasiado fácil, juzgar y condenar —casi obsceno— cuando el juez no se preocupa de la vida, el pasado, los traumas, los golpes, las desilusiones del infractor. Es una manera de sacarse el problema de encima, de mandar a callar a quien molesta a fin de que no estorbe la digestión de los privilegiados. Se pretende acabar con los síntomas, pero no con las enfermedades.
Los jueces de los tribunales, los políticos bien comidos, los directores de banco, los monseñores distinguidos, probablemente jamás irán a la cárcel. Al menos no la visitarán por robar unos cientos de euros, por sustraer unas libras de carne en el mercado. No tienen la menor necesidad de cometer estas acciones.

Las lamentaciones, las descalificaciones y las cárceles no dan en el clavo. Simplemente aplazan el problema, dejan tranquilos a los que tienen las riendas del dinero y del poder. Sólo en apariencia, y a corto plazo, solucionan la dificultad y permiten que sea apacible las digestión de los poderosos. De ahí que el represor, que no se distingue por tener un corazón tierno y delicado, opte por darle duro al adversario e insistir en aquel refrán nefasto, en teoría periclitado, de que la letra con sangre entra.  
Puede que peque de ingenuo. Y admito que determinados castigos contundentes palían el mal y hasta pueden ser del todo necesarios en algunas circunstancias. Sin embargo, el problema de fondo sigue siendo la educación. Y también evitar traumas y malos tratos al individuo para que no se apodere de él el odio ni el resentimiento hacia la sociedad.

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