Bien está la socialización del
individuo. Somos seres sociales y la vida humana se hace imposible al margen de
los demás. Los niños lobos no son ciertamente ningún ideal que alcanzar. Lo
cual no significa que la vertiente pública —el ruido, las ideas, la publicidad—
tengan que ahogar a la persona y arrastrarla hacia la masificación. Se habla
poco del tema porque se ha mitificado un tanto la dimensión social y pública
del hombre y la mujer, pero conviene reflexionar sobre el asunto.
Lo
público y lo privado
La vida familiar, por poner un
ejemplo, ha sufrido la invasión de lo público sobre lo privado. Incluso las
fiestas familiares como los cumpleaños o la Navidad fácilmente se trasladan a
lugares públicos, a restaurantes o parques. Y la conversación distendida
desaparece para ganar todo el protagonismo unas pequeñas pantallas a las que
sus dueños miran embelesados. Lamentable y penoso el espectáculo de ciertas
reuniones en las que los participantes no dejan de fijar la vista en los
artefactos en cuestión. Con lo cual nos acercamos a los de lejos y nos alejamos
de los de cerca que están en cuerpo y alma junto a nosotros. Lastimosa estampa.
Las nuevas formas de vivir, las
comunicaciones digitalizadas, los programas de televisión, los grandiosos
espectáculos desarrollados en grandes salas conducen a la masificación. De buen
grado mucha gente renuncia a su esencia más genuina a cambio del bullicio, la
movida y la fiesta.
No se diga que la dimensión
individual es algo negativo. En absoluto. Lo será si se excede la mesura. No se
confunda individualidad con egoísmo. Se trata de dos conceptos muy distantes.
El egoísmo sólo se ocupa de uno mismo y gravita en torno al propio provecho.
Éste es el criterio por el que se mueve. En cambio la individualidad
simplemente exige disponer de espacios privados porque todo el mundo necesita
estar a solas consigo mismo de vez en cuando.
Cuando la socialización se torna
apabullante da la impresión de que uno se le priva de ideas propias y
originales. Se diría que toma cuerpo una ley férrea, aunque invisible: los
gustos deben ser iguales a los de los vecinos y las opiniones transgreden la
buena educación cuando no coinciden con las de quienes nos rodean.
Huir
de la masificación y el rebaño
Otro ejemplo de masificación: el
ruido de la calle. El silencio se anula, el ruido sobrepasa los decibelios propuestos
por el sentido común. La calle se introduce en nuestro silencio, en nuestros
hogares, en los locales cerrados y los invade. Al individuo no le queda más
remedio que renunciar a estar solo consigo mismo. Se ve obligado a participar
de los ruidos y las voces estentóreas de los demás.
Las vías y plazas le ganan la
partida al hogar y al silencio. Lo curioso del caso, por no decir penoso, es
que la pérdida de individualidad —y casi diría de identidad— se viste con paños
devotos. Si uno anda en el bullicio es porque está muy interesado por sus prójimos.
Quiere ayudarlos cuanto pueda. Cuando en realidad sería mucho más sincero
confesar la incapacidad de durar un cuarto de hora sentado estudiando,
escribiendo, contemplando, escuchando música o simplemente admirando el
paisaje. Tales justificaciones aparecen con demasiada frecuencia en labios de
personas que no soportan el silencio ni saben reflexionar sus propias
inquietudes.
Sin embargo, es verdad que al
individuo en general —y no solo quien le tiene pánico a descansar sobre sus
posaderas— se le dificulta la soledad. Los demás le rodean y abruman. Más
ejemplos. Las casas han ido empequeñeciendo, entre otras cosas, porque cada vez
se pasa menos tiempo en ellas. Las familias tienden a comer fuera y permanecer
muchas horas en el espacio público. Cuando están en casa se dedican a usar
aparatos que les roban su intimidad.
Los muros de las casas son cada vez
más delgados y apenas detienen el vocerío que surge de las plazas y calles. Por
no mentar discotecas y bares. Cuando no está en marcha la televisión funciona
la radio o algún aparato que arroja ondas sonoras al aire. El espesor de los
muros de las casas en la Edad Media eran comparables a los de un castillo. Hoy
se construyen con materiales frágiles y tenues. Apenas nos defienden del ruido
exterior. Más adecuado resulta equipararlos a los de una colmena que a los de
un castillo.
El hecho es que la persona parece
volverse porosa, como también la casa que habita. Entonces las ideas y los
gustos personales pierden solidez. Se diría que el aire común transporta los
conceptos, ideas y símbolos, mientras cada individuo se sirve la porción que le
apetece. Pero todo ello cortado con el mismo patrón. Y cada uno tiene la
sensación de que podría intercambiarse con el vecino que tiene a su lado. Se
evapora el afán de ser intransferible y único. La circunstancia fuerza a
encajar en el marco común, a disolverse en el colectivo.
Dicen los estudiosos que en la
antigüedad el Estado tenía todos los derechos y casi ninguno las personas.
Hasta la vida del individuo pendía del Estado. Peligra que retrocedamos a
tiempos pretéritos y olvidemos las conquistas del renacimiento, de la
ilustración y de los últimos siglos.
No me parece una meta saludable la
de apuntar al colectivismo sin matices, la de revivir la nostalgia del rebaño.
Nada de caminar apretados unos contra otros, con la cabeza caída y los balidos como
banda sonora. Cuando la mayoría se transforma en rebaño, a no tardar surgen los
pastores-dictadores y los mastines-mordedores. Los fascismos de antaño sirven
de excelente muestra.
1 comentario:
Excelente material, muy útil y oportuno.
Gracias.
Publicar un comentario